Dugast, Aude: Jérôme Lejeune.



Biografía muy documentaba, bien expuesta en el orden y redacción de quien fuera uno de los pioneros de la genética humana. La autora es la postuladora en el proceso de canonización iniciado sobre el doctor Lejeune. Aquí, sin omitir su profunda fe y visión sobrenatural, se centra en su faceta de esposo, padre y prestigioso científico, investigador y defensor de la vida. Nació en junio de 1926 en el entorno de París. Recibió una excelente formación humana y cristiana en su casa. Tras estudiar la carrera de medicina, conoció a la que sería su esposa Birthe, una joven danesa que había acudido a París para aprender francés. El flechazo es casi inmediato, si bien viene a continuación una época de verse menos, hasta que Jerôme ve claro que ella es la mujer de su vida. Tras conocer a los padres de su prometida, ella acepta de buen grado su bautismo en la Iglesia Católica. La boda será un momento feliz a pesar de los pocos invitados a los que hecho partícipes de su matrimonio. Lo primero en lo que él piensa es en obtener un trabajo que le permita sostenerse económicamente. Eso le impulsa a colaborar con el doctor Turpin en la atención de lo que entonces se llamaban niños mongólicos. Su primera vivienda está muy cerca de la catedral de París, pero es vieja y poco grata. Puso su gran talento al servicio de la atención a los niños con discapacidad. La investigación que pone en marcha para conocer el origen de esa carencia, le lleva tras numerosos experimentos a descubrir que es un problema genético. El resto de su vida lo pasará buscando la forma de curar a esos enfermos de esa anomalía genética. Que afirmara con rotundidad que no era hereditaria ni culpa de los padres, alivió a muchas familias, pues era muy común pensar que se debía a vicios de sus padres o a un castigo por algún mal oculto. Su prestigio se abre paso con rapidez y pronto dotarán una catedra de genética para dar clases de esa disciplina, así como los medios técnicos para investigar sobre esa discapacidad. Todo su empeño era encontrar una forma de curar esa discapacidad; años más tarde verá con gran dolor como se usará el descubrimiento en el vientre materno de la malformación del concebido para optar por ofrecer el aborto como medio de evitar su nacimiento. Pero es adelantar mucho en el tiempo ese momento. Su carrera lleva un ritmo ascendente, a la vez que pone los medios para atender a su familia, que va progresivamente creciendo al ir llegando los descendientes de su feliz matrimonio. A finales de la década de 1960 llega a la cumbre del reconocimiento internacional. Cuando se plantea la aprobación del aborto, será un rotundo defensor de la vida, siguiendo el juramento hipocrático que desde hace 2.400 años los buenos médicos han tratado de seguir. Logra vencer batallas complejas, con argumentos médicos y respeto a las personas que defienden posturas contrarias. Vivió la justicia, la caridad y la misericordia hasta límites heroicos, pues los ataques cada vez fueron más fuertes y sibilinos. Hizo números viajes por todo el mundo, si bien no siempre le era posible aceptar todas las invitaciones que recibía para dar conferencias, participar en congresos médicos, etc. De Estados Unidos recibió en varias ocasiones ofertas muy atractivas por la remuneración y los medios disponibles para investigar, pero tras pensarlo y consultarlo con su esposa, siempre renunció. La batalla en defensa de la vida cada vez se volvió más compleja y le llamaban como experto para hacer dictámenes, si bien con el paso del tiempo esas invitaciones cada vez fueron menos frecuentes, especialmente en su país. A comienzos de la década de 1970 los grupos de presión pro-aborto van dando batallas cada vez más fuertes. Su defensa se apoyó en argumentos científicos que iban de la mano con la ley natural y, en particular con la doctrina defendida por la Iglesia Católica. A mediados de esa década comienza a recibir llamadas desde el Vaticano pidiendo su colaboración como científico. Fue miembro de la Academia de la Ciencia y de otros numerosos organismos civiles y eclesiásticos. El conocimiento mutuo entre Juan Pablo II y él creo una sintonía grande entre ellos, de ahí que esa colaboración fue cada vez más frecuente. Era también muy apreciado por Ratzinger y Cafarra, entre otros eclesiásticos de relieve. Cuando se tuvo que jubilar de su cátedra, pudo seguir investigando, casi siempre con financiación de otros países, pues en el suyo se le cerraban las puertas. Conjugó la fortaleza con la serenidad, de modo que la imagen suya más difundida es la que refleja la realidad: una sonrisa abierta. A partir de 1993 su cansancio es creciente y le detectan un cáncer de pulmón. Vivió la enfermedad con heroísmo, especialmente cuanto tenía pacientes en situación grave como compañeros de habitación. El domingo de Pascua, en abril de 1994 entregó su alma a Dios. La lectura de este libro es impactante por la coherencia y fortaleza para defender la vida de toda persona humana.

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